Escuela flamenca; segundo tercio del XVII.
“Venus en la fragua de Vulcano”.
Óleo sobre cobre.
Presenta faltas en el marco.
Medidas: 60 x 78 cm; 78 x 98 cm (marco).
Nos hallamos ante una pintura atribuida a la Escuela flamenca del segundo tercio del siglo XVII, que representa el episodio mitológico de Venus en la fragua de Vulcano, escena que articula con habilidad la sensualidad del mito clásico con el virtuosismo técnico característico del barroco nórdico. La composición nos muestra a la diosa Venus figura central del amor y la belleza acompañada por Cupido, en la fragua de su esposo Vulcano, quien aparece absorto en su labor metalúrgica, rodeado de los cíclopes, sus ayudantes tradicionales.
Este tema, de raigambre clásica, permite una síntesis entre el ideal de belleza femenina, la exaltación del trabajo manual y la tensión dramática que surge del triángulo amoroso implícito, pues Venus, en muchas versiones, visita la fragua para obtener armas para Marte, su amante.
La figura de Venus es tratada con especial delicadeza: su carne blanca y luminosa contrasta con el entorno sombrío y el cuerpo musculoso, ennegrecido por el trabajo de Vulcano. Este contraste no solo es formal, sino conceptual: la diosa del amor, símbolo de placer y lujuria, irrumpe en el mundo masculino del trabajo y el fuego, introduciendo un elemento de deseo y desorden en un espacio regido por la técnica y la función. Cupido, a su lado, refuerza este simbolismo, aludiendo al poder del amor para subyugar incluso a los más fuertes.
Los cíclopes, con sus cuerpos voluminosos y gestos dinámicos, están representados en plena actividad, golpeando metales al rojo vivo y manipulando herramientas, en una demostración del interés flamenco por los oficios y la representación realista del trabajo físico. Estos detalles permiten al pintor desplegar su virtuosismo en la representación de texturas —metal, carne, piedra— y en la captación del movimiento y el esfuerzo corporal, elementos centrales de la pintura barroca.
Desde el punto de vista artístico, la obra destaca por su cuidada composición, en la que se equilibran con precisión lo narrativo y lo decorativo. La disposición piramidal de los personajes, el uso de diagonales para conducir la mirada, y el ritmo entre zonas de alta densidad visual y espacios de respiro evidencian un dominio maduro de la retórica visual barroca. La riqueza cromática, en la que se combinan rojos ardientes, dorados y sombras azuladas, refuerza la teatralidad de la escena.
Este tipo de pintura refleja una doble ambición de la Escuela flamenca: por un lado, mostrar su fidelidad al humanismo renacentista mediante la representación de episodios mitológicos clásicos; por otro, desplegar el esplendor técnico y sensorial propio del barroco. La obra no solo es un ejemplo de arte como deleite visual, sino también una meditación sobre los poderes contrapuestos del amor y el trabajo, del cuerpo y el alma, de la belleza y la fuerza. Su valor reside, por tanto, en la capacidad de articular una visión del mundo rica en matices éticos y estéticos, tal como lo demandaba la sensibilidad intelectual y artística del siglo XVII.