Escuela francesa del siglo XVIII.
“Mercurio entregando a las ninfas el infante Baco”.
Óleo sobre lienzo.
Medidas: 73 x 120 cm.; 92 x 138 cm. (marco).
La pintura “Mercurio entregando a las ninfas el infante Baco”, perteneciente a la escuela francesa del siglo XVIII, encarna con precisión las virtudes formales y temáticas que definieron el arte galante y mitológico del rococó tardío, en plena transición hacia un neoclasicismo incipiente. Se trata de una obra donde la mitología se convierte en excusa para desplegar un universo de formas gráciles, sensualidad contenida y refinamiento compositivo, todo ello filtrado por la sensibilidad francesa de la época.
La factura de la obra presenta un sensualismo rococó, aunque ya se percibe una depuración de líneas que anuncia el gusto neoclásico posterior. Los cuerpos, dispuestos en una composición de equilibrio dinámico, son representados con una elegancia idealizada, heredera del clasicismo académico, pero suavizada por una atmósfera etérea. Una paleta luminosa realza la seda de los ropajes y la tersura de las carnes. Predominan el azul celeste y el dorado meloso, característicos del gusto cortesano.
La disposición de las figuras evoca la teatralidad serena de una escena pastoril idealizada. La figura de Mercurio, con su tradicional petaso y caduceo, tiene un porte heroico. La ninfa es grácil, de rasgos olímpicos y piel nacarada. Recibe a Baco, de cuerpo rollizo y cabello dorado, en una sábana blanca.
La escena representa el momento en que Hermes/Mercurio, mensajero de los dioses, entrega al pequeño Baco (Dioniso) a las ninfas del monte Nisa, encargadas de criarlo y protegerlo tras el drama de su nacimiento y la muerte de su madre Sémele. Este pasaje, de raíz órfica y de complejas resonancias dionisíacas, es aquí transformado en un motivo de celebración de la infancia divina y del poder civilizador del arte y la naturaleza. El infante Baco es símbolo de la vida en potencia, del vino aún no fermentado, de la exuberancia contenida. Las ninfas que lo reciben son alegorías de la fertilidad, de la música y del placer moderado. La escena se convierte así en una metáfora velada del ideal ilustrado: la transmisión armoniosa de un poder divino a través de la cultura, la belleza y la naturaleza domesticada.