Escuela del francesa de finales del siglo XVIII.
“Mercaderes y orientales en un puerto mediterráneo”.
Tableros de abeto, tres tablas, sin encolado.
En buen estado en general.
Medidas: 118 x 88,5 cm; 136,5 x 108,5 cm (marco).
Nos encontramos ante una composición que captura con vivacidad el bullicio cosmopolita de un puerto norteafricano a finales del siglo XVIII. La pintura es un testimonio del creciente interés europeo por el "Oriente" (un concepto que entonces abarcaba desde el Magreb hasta el Levante), lo que prefigura el auge del Orientalismo en el siglo XIX.
La escena se articula en varios planos que guían la mirada del espectador desde el detalle anecdótico hasta la inmensidad del paisaje. En el primer plano, el artista nos sumerge en el corazón de la actividad comercial. La monumentalidad serena de los camellos contrasta con la energía humana que los rodea. El lujo y la diversidad cultural se manifiestan en los detalles suntuosos: las sillas de montar de los camellos son un estallido de color, con textiles de un rojo bermellón y ricos bordados que hablan de la riqueza de sus dueños. Los mercaderes, ataviados con turbantes y túnicas de pliegues fluidos, gesticulan y conversan, inmersos en el arte del regateo. Un punto focal de particular interés es la figura del escribiente. Sentado entre las mercancías —quizás cajas de dátiles, especias o frutas exóticas—, se inclina sobre sus papeles con una pluma en la mano.
El segundo plano revela la faena portuaria en pleno apogeo. Observamos a los trabajadores, figuras anónimas cargando y descargando fardos, moviéndose con la energía rítmica propia de los muelles. Finalmente, el fondo se abre a un horizonte de gran profundidad atmosférica. Un navío espera con las velas henchidas por la brisa, listo para zarpar o recién anclado. La escena está enmarcada por una robusta fortificación portuaria, símbolo del poder y la seguridad necesarios para proteger tan valioso enclave. Más allá, unas formaciones rocosas se desvanecen en una bruma cálida y dorada, una calima que difumina los contornos y confiere a la pintura una cualidad onírica y atemporal, característica de la luz mediterránea.
La animación portuaria, el elemento exótico y la luz dorada y cálida que baña la obra es una herencia directa de los pintores franceses de la segunda mitad del siglo XVIII como Jean Pillement, Claude Venert y Lacroix de Marseille.