Escuela belga, ca. 1840.
“Alejandro en la batalla de Persépolis”.
Óleo sobre lienzo. Reentelado.
Medidas: 86 x 106 cm; 102 x 121 cm (marco).
Esta pintura de la escuela belga, realizada hacia 1840, es un ejemplo paradigmático del historicismo pictórico del siglo XIX. Representa un episodio cargado de dramatismo y simbolismo: la entrada triunfal de Alejandro Magno en Persépolis, la capital del Imperio persa, tras su victoria militar. En el centro de la composición se alza la figura imponente de Alejandro, montado sobre un caballo claro, con el cuerpo erguido y el brazo derecho levantado en un gesto de autoridad y destino. Su rostro sereno y su porte majestuoso lo sitúan como una figura casi divina, como si el conquistador macedonio fuera no solo un hombre, sino un instrumento de la historia o de la voluntad de los dioses.
A su alrededor se agrupan diversas figuras persas, caracterizadas por sus atuendos orientales y tocados altos, que representan la diversidad cultural del imperio derrotado. Estas figuras adoptan actitudes de sumisión extrema: algunos se postran en tierra con la frente tocando el suelo, otros levantan las manos en súplica desesperada o conversan entre ellos con expresiones de angustia y temor. El dramatismo del momento es reforzado por la disposición teatral de los cuerpos, que crean una escena de tensión emocional concentrada en torno a Alejandro. En el fondo, una columna coronada por figuras aladas alude a la arquitectura persa y sitúa la escena en un espacio monumental, evocando las ruinas de Persépolis como símbolo de una civilización vencida pero digna.
El tratamiento de la luz y el color es típicamente academicista: el foco lumínico incide sobre Alejandro, bañándolo en tonos dorados que contrastan con las sombras profundas que rodean a las figuras suplicantes. Esta técnica no solo realza el protagonismo del conquistador, sino que también construye una narrativa visual donde el orden se impone sobre el caos, la civilización sobre la barbarie, lo occidental sobre lo oriental. La minuciosidad del dibujo, la precisión anatómica y la riqueza cromática demuestran el dominio técnico del pintor, en sintonía con los cánones de la pintura de historia del siglo XIX.