VIRGILIO VALLMAJÓ (Olot, Girona, 1914 – Toulouse, Francia, 1947).
Composición abstracta.
Óleo sobre tela encolada en tabla.
Firmado en el ángulo inferior derecho.
Medidas: 73’5 x 91’5 cm; 95 x 113’5 cm (marco).
De formación autodidacta, Vallmajó nació en Olot, donde debió conocer su famosa escuela de paisaje, de espíritu naturalista, y pronto se trasladó a Barcelona, donde frecuentó a los vanguardistas y a los cubistas, impregnados en algún caso del viejo espíritu de “Els Quatre Gats”. No se sabe mucho de aquellos años iniciales, salvo su pulsión apasionada y auténtica por la pintura. Al principio, en un tono de colores desvaídos, se encontraba a sí mismo en la órbita del cubismo y el postcubismo, más próximo a Juan Gris y a sus vertiginosos bodegones que a Picasso. La Guerra Civil lo sorprendió en Madrid; trabajó en labores de propaganda para la causa republicana y pronto se integró en la Federación de Anarquistas Ibéricos. Se incorporó al frente de Aragón, combatiendo en Belchite en 1937. En febrero de 1939 tomó el camino del exilio a Francia, y conoció los campos de prisioneros de Argelés-sur-Mer. Logró llegar a París, y allí entró en contacto con personajes claves en su trayectoria: otros pintores del exilio, el escritor Jaime Sabartés y, sobre todo, Picasso. Se intercambiaron retratos, y el malagueño le ayudó a profundizar en la pintura y debió sugerirle algunos caminos para su evolución. En París inició la búsqueda formal de un cubismo analítico que se transformará pronto en un análisis sobre la abstracción geométrica. Nunca dejó de ser un artista sobrio, poco amigo del artificio, con aspiración a la esencialidad. Había bebido de las corrientes de vanguardia, y también conocía y había asimilado la obra de artistas como Malevich, Kandinsky o Mondrian. Todos ellos, de algún modo, están presentes en la pintura más intensa de cromatismo de su segunda época, más poderosa de intención y de vigor, de líneas nítidas, aguzadas en ocasiones, simétricas, armoniosas y limpias. Por estos años dará a conocer su obra neocubista por primera vez en la “Exposición de Pintores de la España Libre”, en la galería Castelucho de París. Sin embargo, fue un creador enfermo, escaso de recursos, que viajaba de ciudad en ciudad. El estallido de la Segunda Guerra Mundial le llevó a abandonar la capital. Recorrió Colliure y Vermeille y se asentó en Toulouse, logró exponer sus dos series “Naturalezas muertas” y “Paisajes del Mediterráneo”, pero finalmente murió a los treinta y tres años, acuciado por la tuberculosis. Dejó, en el interior de un granero, alrededor de cien obras en casi todos los soportes: mantas y sábanas, óleos, papeles, tablas y cartones. Esa producción era la escritura de un artista, los trazos, los símbolos y los objetos de un creador que murió demasiado pronto.